Nota del diario español El País en que refiere algunas ideas sobre la popularidad que siempre tienen las teorías conspirativas.
No fue Lee Harvey Oswald
El filósofo alemán Karl Hepfer
plantea un estudio crítico del auge y popularidad de las versiones que
persiguen manipular la realidad
Todo el mundo sabe que los
atentados en Nueva York, el 11 de septiembre de 2001, fueron perpetrados por
los servicios secretos estadounidenses, pero resulta difícil averiguar quién es
ese “todo el mundo” y, más aún, a qué se denomina aquí “saber”. En un libro
publicado recientemente, el filósofo alemán Karl Hepfer se pregunta ambas cosas en
relación al auge de las teorías conspirativas en Europa, y responde que se
trata de “modelos de interpretación de la realidad simplificados”, intentos de
regresar a un estadio anterior de nuestra cultura en el que la realidad supuestamente
era sencilla de comprender, y los actores, buenos o malos. Así, el presidente
norteamericano John F. Kennedy (bueno) no habría sido asesinado por un
paranoico llamado Lee Harvey Oswald, sino en realidad por la mafia, por el
Gobierno cubano o por el vicepresidente Lyndon B. Johnson (malos), según las
versiones.
El libro de Hepfer, Teorías
conspirativas: Una crítica filosófica de la sinrazón (Transcript), presenta, sin embargo,
algunos problemas. Uno es que soslaya el hecho de que la nostalgia de un mundo
más “simple” de comprender y el consiguiente auge de las teorías conspirativas,
no son algo reciente. En el año 64, por ejemplo, un gran incendio en Roma fue
atribuido a los cristianos para justificar su persecución. En 1312, el rey
francés Felipe IV acusó de prácticas heréticas y sodomía a los templarios para
eximirse del pago de una importante deuda económica que había contraído con
ellos. Durante la Edad Media, se acusó a los judíos de beber la sangre de niños
cristianos y de envenenar las fuentes para desatar la peste. Más adelante casi
todo acontecimiento político de relevancia fue atribuido a una conspiración de
alguna índole. Así, la disolución de la orden jesuitica habría sido la
respuesta a un supuesto intento de asesinato de la reina de Inglaterra para
reinstaurar el catolicismo y convertir a un Habsburgo en rey de Estados Unidos;
detrás de la Revolución Francesa y el auge de los nacionalismos habrían estado
masones e Illuminati; y la derrota alemana en la I Guerra Mundial habría sido
producto una conspiración de socialdemócratas y judíos. También la Revolución
Rusa, la propagación del VIH-Sida y la crisis de los refugiados tendrían una
trama secreta. Para el historiador alemán Dieter Groh las teorías conspirativas
serían, en ese sentido, una “constante antropológica” a lo largo de la
Historia.
El otro problema del libro
de Hepfer es que sostiene que las teorías conspirativas serían un modelo
simplificado de interpretación de la realidad, un argumento que la complejidad
de ciertas teorías parece desmentir. Piénsese, por ejemplo, en las del
británico David Icke, quien afirma que el
mundo estaría siendo controlado por una alianza de judíos e Illuminati, los
cuales serían extraterrestres “reptiloides” dirigidos por la familia
Rothschild. Esta teoría no sólo es absurda —una afirmación que se enfrenta a la
popularidad de su autor y de los foros dedicados a su trabajo—, sino también
extremadamente complicada. ¿No es más sencillo pensar que son la desigualdad económica
y política y la concentración de poder los responsables de las catástrofes del
presente?
Naturalmente, la respuesta
es que no. Las teorías conspirativas proponen (a pesar de su complejidad) un
modelo de interpretación más simple y más atractivo de la realidad para ciertas
personas porque articulan procesos económicos, políticos y demográficos
simultáneos y de gran complejidad en un relato coherente.
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