Rosa, mi mamá, anda preocupada
por estos días. Ella vende jugos en el Mercado Central y sabe –todos en casa lo
sabemos- que muchos de sus ingresos se deben a los clientes chilenos. “Imagínate
que pase lo que dicen esos señores de la radio, Toño, si cierran la frontera o vienen mucho menos
turistas, ¿quién va a comprar mis jugos?”, me dice ella a la hora del almuerzo.
Yo trago en seco y no respondo. Papá, profesor estatal contratado, reacciona al
punto ante mi silencio y el de mi hermano: “Mejor que no vengan esos rotos
engreídos; en el Centro hay puro chileno. Ya parecemos chilenos. ¿Sí o no,
Toño? ¿Acaso no podemos ganarnos la plata sin depender de esos cojudos?”
Papá siempre ha sido así. No es
que odie a los chilenos, pero tampoco los estima. A los mucho, los tolera porque
no tiene otra opción y es inteligente para reconocer que los turistas
incentivan los negocios de la ciudad. Aunque los preferiría más lejos. Todo esto
no quita que se alegre cuando eliminan o golean a los equipos chilenos en la
Libertadores y es un declarado enemigo del producto mapocho. En casa tomamos
Kimbo y no Eco en la cena; Don Antonio en lugar de Molitalia en el almuerzo; una
Soda Field (o mejor aun si fuera GN Soda) en vez de Nick si nos queremos dar un
gustito. Y, siguiendo con la línea, usamos Dento, Paisana, KR, Llamagás y
Patito, grupo que conforma un dedicado hogar peruanista.
Sus hijos hemos, naturalmente,
asimilado algunos patrones paternos, pero en menor medida. A mí me encanta la
uva chilena y no he descartado abandonar las insípidas clases de Relaciones Públicas
y Periodismo de la Universidad para irme a estudiar Negocios Internacionales en
el Neumann, a pesar de que este
Instituto tiene convenios y fuertes vínculos con una Universidad chilena. El día
que insinué este deseo en casa, papá puso una cara que reflejaba claramente su
pensamiento (“¡Estudiar y sacar un título de una universidad chilena! ¡Oh,
Dios!”)
A mamá no le llama la atención
este tipo de problemas. Mientras haya trabajo y se viva dignamente, se da por
satisfecha. A mi hermano, dos años menor que yo, nada le interesa más que “levear”
en el Audition Latino; allí tiene muchas amigas y amigos chilenos.
En fin, acá en Tacna, el número
de personas que creen (y estimulan) seriamente el conflicto peruano-chileno es
reducido. Definitivamente, los tacneños queremos que se haga justicia y se nos
otorgue la franja que se nos debe aun a riesgo de ganarnos alguna ira del sur. Estamos,
no obstante, confiados en que el grado de civilización a que hemos llegado
impide las ideaciones más pesimistas de ambos bandos, más bien, lo
contrario, la espera de una mayor amistad y cooperación entre estos países que,
al fin y al cabo, serán vecinos hasta que Bolivia sea una superpotencia, o sea
de aquí a muy muy largo tiempo. Es mi madre quien opina así, y yo sigo su
razonamiento por ser el más cuerdo.
El día 27, si pudiera –ganas no
me faltan- iría con mis amigos a la playa, alquilaría un bote pesquero y,
apenas anunciado el Fallo favorable, izaría la hermosa rojiblanca y enrumbaría
a nuestro ‘nuevo’ territorio acabado de rescatar, pescando sin parar, y me
dirigiría hasta el extremo del ‘nuevo’ límite para allí, orgulloso, apuntar a
mar chileno y desaguar el espíritu sobre él. Es mi padre quien sonreiría socarronamente a esta iniciativa, y
a mí solo me quedaría decirle: “¡Gracias, viejo, por tener la misma sangre que
tú!”
*Es una narración literaria, a propósito.
Esa madre puede sentirse tranquila: los chilenos no vienen a Tacna porque nos quieran, sino porque les conviene. Y los peruanos los reciben por la misma razon. Porque tan fuerte como el amor es la economia. La unica forma para que esta relacion economica bilateral se rompa seria un enfrentamiento abierto entre los gobiernos de ambos paises, un escenario bastante improbable por los proximos 20 o 30 años, mientras la globalizacion este vigente.
ResponderEliminarMamá "Rosa" está de acuerdo contigo :D
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