La Loba triunfa. Tito lleva la
antorcha al Templo, ante los ojos de su Berenice que abandonará bien pronto.
¡Perezca Judea!, decía Tito. Como ya lo había proclamado mil años antes la
estela de Menephtah, he aquí
“extirpada para siempre” la raíz de Israel. ¡Y sin embargo, no! Tito, delicia
de los gentiles, mira: tu obra ha desaparecido, tus dioses han muerto, tu
gloria ha perecido. Ha muerto, sin potencia, ese puño rudo y orgulloso que hizo
un osario de la Casa del Eterno. Tito, tu Loba no tiene leche. Pero mira a esos
judíos que golpeas y persigues: salen mejor templados de las llamas de su
Templo y el vencido eres tú, Emperador victorioso. El que se sienta en tu trono
vestido de púrpura no es, César, el heredero de los Césares, es el Vicario del
Galileo, el Pontífice de una Jerusalén trasplantada. Doce oscuros judíos son
ya, durante tu vida, dueños de tu ciudad para siempre. Y ese candelero de oro
que arrebatas del Templo y cuya luz crees extinguida para siempre, esas siete
lenguas de fuego surgen en la noche sepulcral de Roma, donde ya no velan las
Vestales.
Georges Cattaui. Instancias de
Israel
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