George Bernard Shaw fue un famosísimo escritor nacido en Irlanda en 1856. Vivió casi 100 años, y los vivió intensamente. Fue escritor (ganó el mismo Nobel que Vargas Llosa), dramaturgo, activista, político, concejal, crítico musical y literario, vegetariano a más no poder ("Fui caníbal durante veinticinco años. Por el resto de tiempo, he sido vegetariano"), protestante de niño, agnóstico el resto de la vida, socialista impenitente (mas, fue defensor de nazis y fascistas), guionista de cine (ganó un Óscar) y quizás algo más.
Una vida tan llena de acontecimientos, ¿no merece ser más conocida? Está disponible AQUÍ. Que él mismo se justifique.Los invito a leerla de boca del mismo autor (casi):
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MI DISCULPA POR ESTE LIBRO
La gente me pregunta continuamente por qué no escribo mi propia biografía. Yo respondo que no soy nada interesante en punto a biografía. Jamás he matado a nadie. Nunca me ha sucedido nada extraordinario. La primera vez que un quiromántico me examinó las manos me proporcionó una gran sorpresa contándome la historia de mi vida, o, al menos, tanto de ella como se lo permitió el tiempo. Aparentemente conocía algunas cosas que yo nunca revelé a nadie. Días más tarde mencioné, en conversación con un amigo (William Archer), que había estado haciendo experimentos de quiromancia.
Inmediatamente mi amigo me extendió la mano y me desafió a que le dijera de su vida algo que no supiese gracias a mi amistad con él. Le dije de su vida exactamente lo que el quiromántico me había dicho de la mía. También él se asombró, como me asombrara yo anteriormente. Ambos habíamos creído que nuestras experiencias eran únicas, en tanto que eran iguales en un noventa y nueve punto nueve por ciento. Y el quiromántico no se había referido al punto uno por ciento restante. Es lo mismo que si una pareja de monos creyeran que sus esqueletos son únicos. Y tendrían razón, pero sólo en lo concerniente a uno o dos huesos, porque los anatomistas nos dicen que no hay dos esqueletos exactamente iguales. En consecuencia, un mono tiene todo el derecho del mundo a exhibir su hueso o dos, como curiosidades. Pero debe rechazar el resto de su esqueleto como totalmente carente de interés. Debe guardárselo para sí, si no quiere aburrir intolerablemente a la gente con él.
Y he aquí mi dificultad como autobiógrafo. ¿Cómo debo escoger y describir ese punto cinco por ciento de mí mismo que me distingue de otros hombres más o menos afortunados que yo? ¿Qué interés humano puede haber en un relato detallado de cómo el ilustre Smith nació en el número seis de la calle Mayor, y creció hasta llegar a los veinte años, cuando los oscuros Brown y Robinson, nacidos en los números siete, ocho y nueve pasaron exactamente por la misma rutina de crecer, alimentarse, excretar, vestirse y desnudarse, alojarse y mudarse? Para justificar mi biografía es preciso que Smith haya tenido aventuras. Es necesario que le hayan ocurrido cosas excepcionales.
Pues bien, yo no he tenido aventuras heroicas. No me han ocurrido cosas. Por el contrario, soy yo quien ha ocurrido a las cosas. Y todos mis acontecimientos han tomado la forma de libros y obras de teatro. Leedlos, presenciadlas y conoceréis toda mi historia.
El resto no es más que desayuno, almuerzo, comida, dormir, despertar y lavarse, ya que mi rutina diaria es igual a la de todos. Voltaire os dice en dos páginas todo lo que necesitáis saber acerca de la vida privada de Molière. Cien mil palabras habrían hecho intolerable el relato. Además existe la dificultad de que, cuando realmente ocurre una aventura, alguna otra persona está generalmente complicada en ella. Pero el derecho que uno tiene a narrar su propia historia no incluye el de narrar la de otros. Si se viola este derecho, y la otra persona todavía vive, téngase la seguridad de ser violentamente contradicho. Porque dos personas nunca recuerdan el mismo incidente del mismo modo y muy pocas personas saben con exactitud qué les ha ocurrido o no pueden describirlo artísticamente. Y las biografías deben ser artísticas si pretenden ser legibles.
Las mejores autobiografías son confesiones. Pero si un hombre es un escritor profundo, entonces todas sus obras son confesiones. Uno de los más grandes hombres que jamás hayan intentado escribir su autobiografía fue Goethe. Después de su niñez, que es la parte más interesante de cualquier autobiografía, aun de la peor, sus tentativas de eludir el tema resultan lamentables. Busca asilo en retratos de todos los Juanes, Pedros y Diegos que conoció en su juventud, personas totalmente anónimas, y el libro se le cae a uno de las manos y no es recogido. Yo soy una de las muy pocas personas que han leído las Confesiones de Rousseau de cabo a rabo y puedo asegurar que, desde el momento que deja de ser un joven aventurero un tanto bribonesco para convertirse en el gran Rousseau, daría lo mismo que fuese cualquier otra persona, tan poco se puede aprehender o recordar de su vida cotidiana. Tengo un vívido recuerdo de sus relaciones con Madame de Warens a los dieciséis años. Pero no me queda la más leve impresión de la Madame D'Houdetot de sus cuarenta y cinco, y sólo recuerdo el nombre. En resumen, las Confesiones me dicen muy pocas cosas importantes acerca del Rousseau adulto. Pero sus obras nos dicen todo lo que necesitamos saber. Si surgiera a la luz la vida diaria de Shakespear, desde su nacimiento hasta su muerte, y simultáneamente se perdieran Hamlet y Mercutio, el resultado sería la sustitución de un hombre sumamente interesante por uno perfectamente vulgar.
En el caso de Dickens se sabe tanto de su vida que lo mismo podría haber sucedido a Wickens, Pickens o Stickens, que sus biógrafos han conseguido borrarle para los que no leen sus libros y, para los que sí los leen, arruinar su retrato penosamente.
Por lo tanto los fragmentos autobiográficos que abultan este volumen no me presentan desde mi propio punto de vista, del cual tengo necesariamente tan poca conciencia como del gusto de la saliva, porque siempre la tengo en la boca. Esos fragmentos señalan
principalmente lo que ha sido omitido o mal entendido. He indicado, por ejemplo, que un joven que conoce las obras maestras de la música moderna está en rigor mucho mejor educado que uno que sólo conoce las obras maestras de la antigua literatura griega y latina. He descrito el desdichado sino, en nuestra sociedad, de los Venidos-a-Menos, como llamo a los caballeritos que descienden de la plutocracia por la rama de los hijos menores y para quienes una educación universitaria está más allá de las rentas de sus padres, cosa que les deja convertidos, por tradición familiar, en caballeros carentes de los medios y de la educación de tales, en vanidosos tronados. Me ha parecido bien advertir a los jóvenes que es tan peligroso saber demasiado como saber demasiado poco, ser muy bueno como ser muy malo, y que la Seguridad Ante Todo consiste en saber, creer y hacer lo que todos saben, creen y hacen. Menciono estas cosas, no porque haya sido intolerablemente perseguido o, hasta ahora, asesinado, sino porque conciernen a toda mi clase de Venidos a Menos y porque, cuando se las enuncia inteligiblemente y se las entiende así, pueden ayudarles a adquirir conciencia de su clase y a hacer que se comporten mejor. Y así, como soy incorregiblemente didáctico, violo las leyes biográficas con que comencé esta disculpa y cuento de mí mismo muy poca cosa que no
pudiera haber sucedido a un millar de Shaws y a un millón de Smiths. Quizá nuestros psicoanalistas puedan encontrar en un material tan insulso alguna clave que se me ha escapado.
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Ayot Saint Lawrence, 15 de enero de 1939. Revisado en 1947.
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