« En esta época de su vida -dice la duquesa de Abrantes- Napoleón era feo. Más adelante se obró en él un cambio total. No hablo de la aureola prestigiosa de su gloria; me refiero tan solo al cambio físico que se experimentó en él en el espacio de siete años. Él, que era descarnado, pálido y de un aspecto enfermizo, se cubrió de carnes, mejoró de color y se embelleció. Sus facciones angulosas y puntiagudas se redondearon; su mirada y sonrisa no se alteraron, siendo siempre admirables. Su peinado, que tanto nos choca hoy en los grabados del puente de Arcola, era entonces muy sencillo, porque esos mismos lechuguinos que tanto le desagradaban tenían el pelo aún más largo; pero su tez estaba tan amarilla en esa época, y cuidaba tan poco de su compostura, que sus cabellos mal peindaos y mal empolvados le daban un aspecto desagradable. Sus pequeñas manos han sufrido también una metamorfosis; en aquella época eran delgadas, largas y muy morenas. Sabido es hasta qué punto llegó después su vanidad por ellas, y con razón. En fin, cuando me represento a Napoleón entrando en 1795 en el patio del hotel de la Tranquilidad, en la calle de Filles-Saint-Thomas, atravesándolo con un paso desgarbado e incierto, llevando un mal sombrero encajado hasta las cejas y dejando escapar sus dos «orejas de perro» mal empolvadas y cayendo sobre el cuello de aquella levita gris, que fue después una bandera tan gloriosa; sin guantes porque los creía un gasto inútil; unas botas mal hechas y sucias, y con aquel conjunto desagradable, resultado de su delgadez y su color amarillo; cuando evoco su recuerdo de aquella época y le miro después, no puedo ver el mismo hombre en los retratos.»
Francois-Rene de Chateaubriand
Hoy, muy de mañana, en medio de la fría bruma tacneña de setiembre, pude reconocer a un joven Napoleón como el que retrataba la duquesa y transcribe el vizconde. Le quise saludar y él no hizo más que despedirse.
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