Aquí un extracto, para que la gente se motive a leer el libro.
Treinta y un años después de mi salida para América me embarco para Londres con un pasaporte que dice: «Dejad pasar al señor vizconde de Chateaubriand, embajador del rey cerca de Su Majestad Británica, etc.» Nada más. Mi grandeza me debe hacer reconocido en todas partes. Un barco, fletado solamente para mí, me lleva de Calais a Dover. Al pisar territorio inglés, soy saludado por la artillería de los fuertes. Un oficial se me ofrece de guardia de honor. Ingreso al Shipwright-Inn, un posada, y el dueño y los criados me reciben con la cabeza descubierta. La señora alcaldesa (la esposa del alcalde) me invita a una fiesta en nombre de las más hermosas señoras de la ciudad. Una comida de enormes pescados y monstruosos pedazos de carne esperan al señor embajador para que recupere sus fuerzas luego del viaje, pero yo no tengo ni apetito ni me hallo cansado. El pueblo, reunido bajo mis ventanas, hace retumbar el aire con sus gritos. Vuelve el oficial y coloca centinelas bajo mis puertas, contra mis deseos. Al día siguiente, me pongo en camino en un carruaje muy ligero, tirado por hermosos caballos y conducido por dos elegantes jockeys. Mi servidumbre viene detrás en otros carruajes. Pasamos por Cantorbery y Black-Heat. Al poco tiempo, descubro la inmensa nube de humo que cubre la ciudad de Londres.
Cubierto por este vapor lleno de carbón, atravieso la ciudad, cuyas calles todavía recuerdo y llego al palacio de la embajada, Portland Place. El encargado de negocios, los secretarios de embajada y los agregados me acogen con extremada finura. Se me presentan las tarjetas de los ministros ingleses y de los embajadores extranjeros, enterados ya de mi llegada.
El 17 de mayo de 1793 llegué por primera vez a Southampton. Ninguna alcaldesa se dio cuenta de mi paso; el alcalde de la ciudad me dio un pasaporte. Mis señas estaban en inglés: «Francisco de Chateaubriand, oficial francés del ejército de los emigrados; cinco pies y cuatro pulgadas de estatura, patillas y cabellos negros; delgado.» Tomé el carruaje más pobre acompañado de algunos marineros sin trabajo; descansé en las peores posadas, y entré, pobre, enfermo y desconocido, en una ciudad opulenta y famosa; fui a alojarme por seis chelines al mes en el último piso de una casucha que me había preparado un pariente de Bretaña, al final de una pequeña calle.
-¡Ah, señor, cuánta diferencia la vida de hoy, llena de honores, de la de aquellos tiempos!
Embajador de Francia en Londres, una de las cosas que más me gustaba era dejar mi carruaje personal al extremo de una calle y andar a pie las callejuelas que había frecuentado en otro tiempo; los arrabales populares y baratos donde se refugia la desgracia bajo el amparo de un mismo dolor; los lugares abrigadores ignorados que visitaba con mis amigos de desgracia, no sabiendo si tendría pan para el día siguiente, yo, cuya mesa se cubre llena ahora tres o cuatro veces al día. Hoy sólo veo caras desconocidas. Ya no veo a mis compatriotas, conocidos a los que reconocía por sus gestos, su manera de andar, por la forma y vejez de su ropa.
¡Cuánto echo de menos, en medio de mis frívolas solemnidades, aquellos tiempos en que yo mezclaba mis penas con las de una colonia de desgraciados! Es cierto que todo cambia, que muere también la desgracia, como la prosperidad. ¿Qué les ha pasado a mis hermanos de emigración? Unos han muerto, otros han sufrido diferente suerte: han visto desaparecer a sus parientes y amigos, como yo; son menos felices en su propia patria que lo eran en el extranjero. ¿No teníamos en esas tierras extrañas nuestras reuniones, nuestras diversiones, nuestras fiestas y, sobre todo, nuestra juventud? Madres de familia, niñas tiernas que comenzaban su vida en la adversidad, traían semanalamente el fruto de su trabajo para alegrarse con alguna danza de la patria. Orábamos el 21 de enero y el día de la muerte de la reina en capillas adornadas por nosotros en casuchas viejas, conmovidos por la oración fúnebre del cura emigrado de nuestra aldea. Paseábamos a lo largo del Támesis, viendo los buques cargados con todas las riquezas del mundo, y admirando las casas de campo de Richmond; nosotros tan pobres, nosotros tan privados del techo paterno. ¡Y todo esto era una felicidad!
Memorias de ultratumba I, pp. 89-91, Ed. Oveja Negra
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